(...) Philip no había visto nunca las obras de aquel pintor enigmático y a primera vista el arbitrario dibujo le desconcertó. Los cuerpos eran extraordinariamente alargados, las cabezas pequeñísimas, y la expresión poco natural. Allí no había ningún realismo. Sin embargo, hasta en la fotografía se tenía la impresión de una realidad turbadora. Athelny describía con ardor, con frase viva, pero Philip sólo oía de un modo vago lo que estaba diciendo. Se encontraba perplejo y extrañamente conmovido. Le parecía que aquellos cuadros tenían para él un significado que, por otro lado, no acertaba a discernir. Eran retratos de hombres con grandes ojos melancólicos que parecían expresar Dios sabe qué. Largos monjes con hábitos franciscano o dominico, con un rostro atormentado, hacían gestos incomprensibles. Había una Asunción de la Virgen y una Crucifixión en las que por una especie de magia el pintor había conseguido dar la impresión de que la carne de Cristo difunto no era humana, sino de esencia divina; en una Ascensión el Salvador parecía elevarse hacia el cielo, permaneciendo en el aire con tanta seguridad como si estuviera sobre la sólida tierra; los brazos levantados de los apóstoles, el movimiento de sus vestidos, sus posturas extáticas, producían la impresión de una alegría santa. Casi siempre el fondo era un cielo nocturno: la oscura noche del alma con nubes de huracán empujadas por el extraño viento del infierno e iluminadas lívidamente por una luna enferma.
(...) Philip miró la serie de retratos de caballeros españoles con la rizada gola y la barbilla en punta: el rostro pálido sobre la negrura del vestido y la oscuridad del fondo. El greco era el pintor del alma. Aquellos caballeros pálidos y demudados, no por cansancio físico, sino por contrición moral, con los cerebros atormentados, parecían atravesar el mundo sin ver su belleza.
Sus ojos miraban sólo en su corazón y aparecían como anonadados ante el esplendor de lo invisible. Ningún pintor ha mostrado más claramente que la tierra es únicamente un lugar de paso.
El alma de aquellos a quienes pintó El Greco revela a través de la mirada su extraña nostalgia; sus sentidos gozan de una milagrosa sensibilidad, no para aprender sonidos, perfumes o colores, sino para asir los sutiles matices del alma. El noble caballero lleva dentro de sí un corazón de monje, y sus ojos ven, sin asombrarse, lo que los santos ven desde sus celdas. Sus labios no son labios que sonríen.
Philip, todavía silencioso, volvió a contemplar la fotografía del cuadro de Toledo, que le parecía la obra más impresionante. No acertaba a librarse de su encanto. Tenía la extraña sensación de que se encontraba en las márgenes de un nuevo descubrimiento. (...) El cuadro que tenía antes sí era rectangular y en él se veían unas casas agazapadas en lo alto de una colina; en un ángulo un muchacho tenía un plano de la ciudad y en otro una figura clásica simbolizaba el río Tajo, en el cielo aparecía la Virgen circundada por los ángeles.
Vista y plano de Toledo
Era un paisaje que chocaba con todas las nociones de Philip, el cual había vivido en un ambiente donde se adoraba el más exacto verismo. Sin embargo, el joven veía en el cuadro una realidad mucho más grande que la de los maestros tras cuyos pasos había intentado humildemente caminar. Oyó a Athelny decir que el cuadro era tan exacto que los habitantes de Toledo habían reconocido sus casas. El pintor había pintado precisamente lo que veían sus ojos, pero había mirado con los ojos del espíritu. Había algo ultra terreno en aquella ciudad de un gris pálido. Se hubiera dicho una ciudad del alma vista bajo una luz fría que no era la del día ni la de la noche. Sobre una colina verde, de un verde irreal, aparecía circundada por muros macizos y baluartes que ninguna máquina inventada por los hombres podía abatir: sólo la plegaria y el ayuno, la contrición y la mortificación de la carne. Era una fortaleza divina. Aquellas casas grises estaban construidas con una calidad de piedra desconocida de los albañiles. Había en su aspecto un no sé qué de aterrador. ¿Qué hombres podían habitar allí? Se hubiera podido recorrer aquellas calles sin asombrarse de encontrarlas vacías y al mismo tiempo llenas. Se tenía la sensación de una presencia invisible, pero manifiesta a la sensibilidad interior. Una ciudad mística en la que la imaginación tropezaba como tropieza el que pasa de pronto de la luz a la oscuridad. El alma caminaba desnuda, conociendo lo incognoscible, extrañamente consciente de la experiencia, profunda aunque inexpresable, de lo absoluto. Y sin producir asombro, en aquel cielo azul, veraz, con una veracidad que sólo el ojo del alma percibía, con sus nubes pintadas con una brisa misteriosa hecha de gritos y suspiros de almas perdidas, podía verse a la Santa Virgen con una túnica roja y un manto azul, circundada por ángeles alados. Philip tuvo la sensación de que los habitantes de la ciudad hubieran contemplado la aparición sin maravillarse, agradecidos y reverentes, y hubieran continuado alegremente su camino."
Vista de Toledo
¡Es el alma de El Greco!, y el alma de Toledo, lo que está retratado en este pasaje. Una de las muchas sorpresas que guarda este magnífico libro. Gracias, Babel, por recordarlo.
ResponderEliminarSi, es una grata sorpresa encontrarse de repente este análisis sobre El Greco pero, como bien dices, es un magnífico libro que guarda otras muchas y gratas sorpresas. Uno de mis favoritos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Confieso que este fragmento es el que me ha llevado a no demorarme mas e iniciar de una vez por todas la lectura de este libro.
ResponderEliminarUn beso, Lola. Gracias por el empujoncito ;-)
Pues me alegro mucho, es un libro muy completo y creo tiene todo lo necesario para gustarte.
ResponderEliminar¡Qué lo disfrutes! ;)
Lola, ese fragmento me hace desear continuar con la lectura. Me encantan los cuadros de El Greco; "Vista de Toledo" es uno de mis favoritos. Mil gracias por esta entrada.
ResponderEliminarAbrazos
De nada, guapa. Gracias a tí por estar siempre cerca. Un abrazo.
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