jueves, 9 de octubre de 2008

La señora Dalloway, de Virginia Woolf

Título original: Mrs. Dalloway
Traducción de Andrés Bosch
Unidad editorial. Colección las 100 joyas del milenio.
190 páginas

La Señora Dalloway es un libro que agradece una segunda lectura, y me atrevo a decir que una tercera, porque no es una novela fácil. De un lado está la ausencia total de tensión dramática en el argumento, que nos priva de un incentivo primordial, de otro no admite dispersión, imita constantemente el hilo del pensamiento de varios personajes, así que la atención ha de ser absoluta. Como premio uno encuentra preciosas metáforas llenas de color e imágenes de gran fuerza narrativa.
La acción transcurre en Londres, tras la primera guerra mundial, comienza por la mañana, cuando Clarissa Dalloway empieza con los preparativos para la fiesta que dará esa noche en su casa, hasta que acaba esa fiesta. En ese mismo día se suicida Septimus Warren Smith, un veterano de guerra enfermo mental obsesionado por su incapacidad de sentir y la muerte en la guerra de su amigo Evans.
Pero la historia predominante es la de Clarissa, mujer de la alta sociedad, buena madre y esposa, excelente anfitriona, una mujer perfectamente integrada en su entorno que una vez pudo elegir no ser convencional casándose con Peter Walsh, un aventurero y, según muchos, un fracasado.
Hubo otro elemento no convencional en su juventud: la amistad con Sally Seton, una joven bisexual. Pero ni rastro ha quedado de estas dos personas en la vida de la Señora Dalloway, al menos hasta que vienen a verla en el día de su fiesta.
“Como una persona a la que se le ha caído una perla o un diamante en el césped y separa con mucho cuidado las altas briznas, hacia aquí y hacia allá, en vano, y por fin espía entre las raíces, así fue Clarissa de un asunto a otro.” (Página 120) Y así va también el lector, de un pensamiento a otro, espiando las conciencias para, por fin, encontrar la perla que es la Señora Dalloway. Resulta curioso cómo se dibuja un perfecto retrato de ella no a través del narrador sino del pensamiento de las personas que le rodean: su marido, su hija, Peter, Sally... Este recurso es una de las grandes aportaciones de Virginia Woolf a la narrativa moderna: mostrar cuán interesante puede resultar la narración subjetiva, conociendo a los personajes desde dentro frente a la narración tradicional, en que se les conocía a través del narrador.
Y no sólo eso, mediante regresiones al pasado de varios personajes conocemos el momento en que tanto Clarissa como Septimus tomaron las decisiones que los llevaron a ser los que hoy son.
Así, en un murmullo incesante de pensamientos, se van tocando temas como el colonialismo, la locura, o el tema estelar: el papel de la mujer en la sociedad. Hay tres personajes muy representativos en este sentido: Clarissa Dalloway, Sally Seton y Doris Kilman. Mientras la primera representa, como ya he dicho, la mujer inmersa en las convenciones y el orgullo de clase, la que cede el protagonismo a su marido, Sally es la mujer que de joven no fue convencional (bisexual, desvergonzada) pero con el tiempo se ha convertido en una mujer casada y madre de cinco hijos, en nada distinta a las demás. Sin embargo Doris Kilman representa a la mujer independiente, hecha a sí misma, con ideas políticas propias y se gana la vida como profesora de Elisabeth, la hija de Clarissa. A pesar de su valentía es un personaje muy maltratado tanto por Clarissa, que tiene celos de ella pues piensa que le quita a su hija, como por la narradora, que la describe como una mujer dominada por la posesividad y el resentimiento.
En cuanto a la locura de Septimus no deja de recordar a la propia autora, que también tuvo serios problemas mentales. Parece que Woolf buscaba un modo de denunciar la inutilidad de los métodos que utilizan los médicos para aliviar este tipo de males.
La fiesta de los Dalloway es un perfecto punto y final, un lugar donde se atan todos los cabos de la novela: el pasado y el presente de Clarissa están personificados en los invitados. Hasta de Septimus, al que no conoce, se habla en esa fiesta, pues su propio médico, que es un invitado más, da la noticia del suicidio.
Fuera han quedado las calles de Londres, con su familia real y su Big Ben dando puntualmente la hora y creando un marco espacial para la novela, no cuesta imaginar los acicalados jardines, los coches de caballos y el discurrir del Thamesis al paso por esta ciudad, que es la ciudad de la Señora Dalloway.

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